Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz.
Y éste fue el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a Juan, a que le preguntaran: «¿Tú quién eres?»
Él confesó sin reservas: «Yo no soy el Mesías.»
Le preguntaron: «Entonces, ¿qué? ¿Eres tú Elías?»
Él dijo: «No lo soy.»
«¿Eres tú el Profeta?»
Respondió: «No.»
Y le dijeron: «¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo?»
Él contestó: «Yo soy la voz que grita en el desierto: «Allanad el camino del Señor», como dijo el profeta Isaías.»
Entre los enviados había fariseos y le preguntaron: «Entonces, ¿por qué bautizas, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?»
Juan les respondió: «Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia.»
Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde estaba Juan bautizando.
De nuevo la Iglesia nos propone en el transcurrir de Adviento la figura de este hombre extraordinario. Extraordinario debió ser, pues todos los evangelistas se centran en él y destacan su mensaje de denuncia y de anuncio. Un hombre solo, pobre, sin poder alguno, que dando voces en el solitario desierto despertó de nuevo la esperanza de ese “resto” de Israel que aun esperaba el cumplimiento de la promesa. A las orillas del Jordán reunió “una multitud”, en el mismo lugar en el que Moisés, antes de morir, contempló con su pueblo peregrino el cumplimiento de la promesa de Yahvé: la tierra que manaba leche y miel, y en la que Israel vivía ahora en un reinado de injusticia, de espaldas a su Dios.
¡El Bautista! ¡Menudo personaje! Tal revuelo armó que, desde la capital del templo, desde Jerusalén, enviaron a sacerdotes y a gente instruida para que se informaran quien era ese hombre y que estaba pasando en aquel lugar desierto.
– ¿Eres el Mesías? ¿Eres Elías? ¿Eres el Profeta?
– “No lo soy”
-¿Quién eres? ¿Qué diremos a los que nos han enviado?
– Qué sólo soy la voz que grita en el desierto…
– “Entonces, ¿por qué bautizas, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta…?”
Mucho querían saber estos espías de Israel, pero que difícil es entender las dinámicas del Reino y de los corazones de las personas cuando queremos aplicar la razón, controlar y comprender, pero sin caminar en éxodo, sin intentar vadear desde mi desierto a la tierra de la promesa de Dios, sin sumergirnos en el agua del Jordán…
El Evangelio se me hace hoy multitud de preguntas en primera persona:
– “¿Eres tú el Profeta?” “¿Quién eres?” “¿Qué dices de ti mismo?”
– “¿Por qué bautizas, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta…?”
¿Soy yo el profeta? ¿Quién soy yo? ¿Por qué bautizo? En este desierto en el que me toca vivir hoy, ¿Soy una voz que grita y despierta esperanza?
¿Quién soy yo? Desde luego no el magnífico mensajero de trueno que relata el evangelio. Diré de mí mismo que más bien soy sólo una persona normal tratando de vivir mi fe con cierta coherencia en medio de mis incoherencias. Las más de las veces, me temo, uno de esos ni fríos ni calientes. Tendré que reconocer, con temblor, que soy “un tibio”, de los que repugnan a Dios.
¿Soy yo el profeta? ¿Quién me nombró a mi tal?
Habré de recordar mi propio bautismo. Bautismo mayor que el de Juan. Bautismo de fuego en la Iglesia de Jesús en el que por el Espíritu fui nombrado “Sacerdote, Profeta y Rey”
¡Sacerdote, Profeta y Rey! Confesaré que este misterio no acabo de entenderlo bien, y mucho menos me veo capaz de vivirlo, pero sin embargo, en la fe, en el centro de mi persona, siento inexplicablemente viva esa realidad: ¡Soy Profeta y Sacerdote y Rey! ¿Acaso no soy el hijo amado del Dios todopoderoso? ¿No es mi Padre el Señor de los ejércitos?
“En medio de vosotros, habita uno que no conocéis”: Jesús, ante quien nos soy digno de agacharme a desatarle la sandalia ¡Pero también yo camino en medio del mundo, hijo de Dios, por el Bautismo, luz para los hombres! Menudo misterio, inabarcable para mí. Como todo don, inmerecido, gratuito, solo realizable por la acción del Espíritu Santo.
Soy llamado a ser profeta. Profeta sin multitudes, sin truenos ni carro de fuego. Profeta de la caña quebrada y del pábilo vacilante. De la brisa suave que alienta a los hombres y mujeres esperanzados y sufrientes de este mundo mío. Consciente de mi pequeñez, miro a mi alrededor y siento que el Espíritu me impulsa a mi también a gritar el amor de Dios, al anuncio de Jesús que ya viene y que habita ya, desconocido, en medio de nosotros ¡Se acerca la Navidad!
– ¿Quién eres tú? ¿Qué dices de ti mismo?
¡Sacerdote, Rey y Profeta! ¡Qué el Señor lo haga posible en nosotros!
¡Marana Tha! ¡Ven pronto! ¡Ven ya, Señor Jesús!
Óscar Olmedo (Fraternidad San Fermín)