Comienza Adviento y lo hace en un año especial en que la realidad de la pandemia, dura, nos mantiene más que nunca encerrados entre nuestras casas y trabajos, y en muchas ocasiones encerrados también, de algún modo, en nosotros mismos.
Hoy sería nuestro deseo celebrar como tantas veces juntos y darnos efusivamente un abrazo de paz, y de algún modo, aun sin podernos reunir, este deseo se hace realidad pues el amor es más fuerte que cualquier dolor o separación.
Si el Adviento es esperanza, nunca lo habíamos necesitado tanto. Si el Adviento es el tiempo nuevo, nunca había sido tan esperado. Son ciertamente tiempos difíciles… Pero ¿cuándo los tiempos fueron fáciles?
En el Adviento reconocemos este momento especial en el que Dios preparara el corazón de María para el “sí” que es capaz de acoger la promesa y cambiarlo todo, hacerlo todo nuevo.
Y este “sí” de María tiene algo de íntimo y personal, algo que va sólo del corazón de Dios al de María y del de María al de Dios. Pero este «sí» tiene también mucho del amor de Dios a todos los hombres y de una María que sabe guardar todo esto en su corazón al mismo tiempo que se pone en marcha hacia su prima Isabel. Es la María atenta a las necesidades del mundo sufriente, de los pobres de Dios. Es la María del “no tiene vino” que clama a Jesús en Caná para que los novios vivan, para que la promesa de las bodas de Dios con su pueblo no pierda la alegría y la esperanza.
A nuestro alrededor, cada día, el mundo sigue esperando, necesitado de la Buena nueva de este cumplimiento de las promesas. También nuestro frágil corazón necesita beber cada día de esta esperanza que sólo Dios puede sostener. Esta es la vocación y el destino del cristiano: caminar hacia el “sí del amor” que lo transforma todo, que hace todo nuevo en el mundo y en nuestro corazón.
Es el sí de la entrega, el sí del perfume de nardo, roto y derramado para todos, aunque el mismo corazón quede también roto y entregado. El sí de la luz que ilumina los miedos obscuros y de la sal desparramada como semilla del mundo para dar gusto y sabrosura a la tristeza.
A este “sí”, todos estamos llamados.
Qué María, la Buena Madre, nos acompañe y sostenga en este camino.
¡Marana tha! ¡Ven, Señor Jesús!
Oscar Olmedo (fraternidad San Fermín)